Un instante se detiene en el tiempo, se alarga y ahora dura para siempre; mientras tanto, los planetas siguen girando.
El agua cae y no tiene por dónde correr. Se estanca. Se hace charco. Su destino parece ser el reposo permanente.
El espacio se hunde en el vacío, mientras la espesura del aire arropa el paisaje. La luz se apaga. El horizonte se torna difuso y permanece inalcanzable.
Nos vemos cegados. No parece haber otra alterativa que volcar los ojos encandilados por el instante y someternos atentos a la espera de que el viento comience a soplar. Resuena el silencio.
Los rayos de sol se abren espacio, perforan la oscuridad y, de a poco, empiezan a calentar el ambiente; mueven el charco, hacen que se funda con el aire y lo sacan de su fatalidad aparente. Se siente un frío sutil que golpea los cuerpos. Los estremece. La brisa se abre paso entre la bruma, atraviesa la sabana y retumba contra las montañas. El paisaje aparece desnudo. Los colores vibran, empiezan a saltar y a pronunciar movimientos leves. Mientras tanto, el instante, sumido en su quietud aparentemente infinita, se alarga, se curva y gira, imitando a los planetas que siguen su curso con indiferencia.